En Pachakuti, la escena se convierte en un territorio de memoria, de denuncia y de transformación. Una mujer marrón ocupa el centro del espacio escénico. representa, encarna. declama: habita. Su cuerpo racializado no es un símbolo, es una presencia real que interpela, que arde, que canta.
La actriz, Flavia Molina, toma la palabra para hablar de su genitalidad, para nombrar la vagina y la vulva sin eufemismos ni pudores impuestos. En un sistema patriarcal que ha silenciado el cuerpo femenino —más aún el cuerpo racializado—, nombrar es un acto de soberanía.
Pero ella va más allá: decide hablar de la herida. La violencia obstétrica —sutil, sistemática, normalizada— irrumpe como núcleo temático. Lejos de victimizar, la escena se vuelve espacio de visibilización y poder. hay un cuerpo que dice y que baila.
Baila.
Ella baila.
Canta, porque bailar es estar viva. Viva.
Y en esa danza, ese gesto vital, convoca a otras. A muchas. Las naranjas, presentes como elemento escenográfico, parecen absurdas al principio. Pero pronto se cargan de significado: frutas vivas, cuerpos redondos, órganos fértiles, símbolos de lo íntimo y lo colectivo. Ella las convida al público. Y así, lo poético se vuelve político.
A través de voces en off, se entretejen relatos de mujeres. Voces anónimas, múltiples, de distintas generaciones, que acompañan a la protagonista en una especie de revolución invisible. Como bien afirma la actriz sobre Pachakuti:
> “Una obra en la que se apalabra lo que fue silenciado y relegado, de los deseos más preciados, aquellos que mujeres de diversas generaciones, en sus distintas etapas de vida, atravesadas por la cultura patriarcal, han inhibido.
A través y dentro de imágenes y colores, ella relata un camino vivido donde se espeja la vivencia de tantas mujeres.
Hoy, en su nombre y el de tantas otras, pone en escena sus sueños, sus deseos, dolores, miedos y anhelos para abrazar, transformar y aceptar la vida.”
La dirección de Olga Chiabrando sostiene con sutileza y decisión esta dramaturgia íntima y a la vez colectiva. hay una apuesta ética por la escucha y la presencia. La obra no busca entretener: busca despertar.
En tiempos en que lo espectacular arrasa con lo sensible, Pachakuti se planta como un gesto radical: devolverle al teatro su potencia de ritual, de espejo, de grieta. Un grito suave pero profundo que nombra lo innombrable, danza la herida y abraza la vida.