Cuando nos preguntamos qué implica hablar de dramaturgia en el ámbito de la danza, nos enfrentamos de inmediato a una paradoja: ¿es posible pensar en dramaturgia sin texto verbal, sin una línea argumental reconocible, sin personajes definidos ni diálogos? Esta pregunta nos invita a revisar y expandir la noción misma de dramaturgia, desplazándola más allá del dominio exclusivo de la escritura teatral tradicional.
En este sentido, hablar de dramaturgia de la danza no remite necesariamente a la existencia de un texto escrito o verbal, sino a la presencia de un discurso que opera como texto. Es decir, una unidad de sentido articulada a partir de una determinada materialidad —cuerpo, espacio, tiempo, movimiento, imagen, sonido— que construye significados en diálogo con un contexto sociohistórico determinado. La danza, por lo tanto, puede leerse como un texto expandido, donde la escritura no se inscribe en palabras, sino en gestos, ritmos, intensidades, desplazamientos y silencios.
Esta concepción reconoce que la danza produce sentido desde una lógica que no depende del lenguaje verbal, pero que no por ello es ajena al discurso. El cuerpo en movimiento se vuelve materia significante, y por tanto, susceptible de análisis. Cada elección coreográfica —ya sea compositiva, espacial, rítmica o energética— puede ser leída como parte de una construcción discursiva que no se clausura en sí misma, sino que remite a otros textos, a otros discursos, a otras memorias.
Así, leer una obra de danza desde su dramaturgia implica reconocer en ella una red de sentidos en tensión, una trama de relaciones entre elementos que la constituyen y los contextos que la atraviesan. Significa, además, asumir que todo texto —incluso el que se despliega desde el cuerpo— está siempre en relación con otros textos. Esta lectura intertextual no se limita a lo que se ve o se escucha en escena, sino que se expande hacia lo cultural, lo político y lo histórico, abriendo la danza a un campo de significación mucho más amplio.
En definitiva, pensar la dramaturgia de la danza es asumir que esta práctica no está exenta de discurso, sino que es en sí misma una forma de escritura. Una escritura que, aunque no siempre se lee con los ojos, puede ser comprendida en su espesor simbólico y material, en su capacidad de nombrar lo innombrado, de hacer visible lo invisible, de inscribir sentido allí donde el lenguaje verbal no alcanza.