En las sociedades democráticas contemporáneas, la cultura no puede reducirse a un lujo ni a una mercancía. Es, ante todo, un derecho, una herramienta de construcción simbólica, una forma de memoria y una posibilidad de imaginación colectiva. En este sentido, el desfinanciamiento sistemático de instituciones, programas y espacios culturales en Argentina constituye mucho más que una decisión administrativa: se configura como una forma de censura estructural, encubierta pero eficaz, que erosiona el tejido simbólico de la nación y vulnera el patrimonio colectivo.
Desde la transición democrática de 1983, el Estado argentino ha desempeñado un papel central en la promoción y protección de la producción cultural. Instituciones como el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), el Fondo Nacional de las Artes (FNA), el Instituto Nacional del Teatro (INT) o la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP), han sostenido una red federal de acceso a bienes simbólicos, impulsando la pluralidad de voces y el derecho a la cultura. Como señala Pierre Bourdieu, "la cultura es un campo de lucha simbólica donde se disputa la definición de lo legítimo" (Bourdieu, 1996). Al desfinanciarla, se restringe esa disputa, y se refuerza la hegemonía de un discurso único y excluyente.
La censura ya no se ejerce sólo mediante la prohibición directa de contenidos, sino también a través de mecanismos de omisión: se recortan presupuestos, se vacían instituciones, se obstaculiza el acceso a becas y subsidios, se abandonan proyectos de formación y exhibición. Esta forma de censura, al decir de Judith Butler, "opera en el nivel de lo que puede ser dicho y escuchado, de lo que tiene condiciones materiales de posibilidad" (Butler, 2004). En otras palabras, el silenciamiento no requiere represión abierta, sino la simple imposibilidad de producir y circular sentido.
Este vaciamiento cultural atenta contra lo que Silvia Rivera Cusicanqui denomina el "archivo vivo" de los pueblos: esas prácticas, saberes, lenguajes y estéticas que configuran la identidad colectiva y permiten la reactivación de la memoria histórica. Al eliminar las condiciones materiales para su transmisión, se produce una forma de desmemoria inducida. La cultura no es solo un espejo, sino un campo de posibilidad: un "espacio de anticipación de otras formas de vida", en palabras de Achille Mbembe (2020). Por eso, su debilitamiento no afecta solo a los artistas, sino a toda la ciudadanía.
En el contexto argentino actual, la reducción drástica de los fondos destinados a cultura se presenta como parte de un proyecto ideológico más amplio: la mercantilización de lo público, la destrucción de lo común y la exaltación del individualismo. Esta mirada ignora que la cultura es un bien estratégico para la democracia, y que sin acceso equitativo a ella, se empobrece el debate público, se debilita la educación crítica y se pierde la posibilidad de imaginar futuros distintos.
Beatriz Sarlo ha insistido en que "el Estado es el garante de una república letrada", entendiendo por tal un espacio donde las voces disidentes, las narrativas subalternas y las estéticas populares tengan lugar. El desfinanciamiento cultural es, en este sentido, una forma de silenciamiento selectivo: no todas las voces se ven igualmente afectadas; las más precarias, las periféricas, las que cuestionan el orden dominante, son las primeras en ser apagadas.
En conclusión, el desfinanciamiento de la cultura en Argentina no debe ser entendido como un simple ajuste presupuestario, sino como una práctica de censura neoliberal que compromete la diversidad, la memoria y la soberanía simbólica del país. Defender la cultura es defender la posibilidad de nombrar el mundo de otro modo, de construir comunidad y de resistir frente a la imposición del silencio.
negra77
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