Aparecer/desaparecer
En la superficie de un muro blanco se recorta la silueta de una mujer, vestida de negro, las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Dos fotografías documentan la secuencia de una acción, Herba (1973), llevada a cabo en la calle por Olga L. Pijoan (fig. 1). Como si de dos fotogramas cinematográficos se tratase, las imágenes intentan captar el transcurso del tiempo y el movimiento de lo acontecido. La acción aborda la cuestión de la presencia a través de la fisicidad, de la materialidad del cuerpo. Un cuerpo que de pronto se esfuma, se desvanece, pero deja constancia de su presencia por medio de una silueta que se dibuja en el muro y queda como resto de la acción.
La aparición, aquí definida a partir de la desaparición, posee un componente fantasmático, fijado en las fotografías que documentan la acción. Al parecer, se trata de una intervención que no se realizó ante una audiencia, por lo cual se supone que la intención de Olga L. Pijoan fue construir la ficción de una desaparición mediante las imágenes resultantes, sin renunciar a concebir la pieza como acción.
Las dos fotografías documentan la presencia y la ausencia del cuerpo de la artista. La presencia se define en contraposición a la ausencia. La materia, el cuerpo, parecen cobrar existencia atendiendo a la evidencia de su falta, a partir de la cual, hablando en términos psicoanalíticos,10 el sujeto construye su propia realidad. Si el fantasma es una manera de ser del sujeto frente al otro, de aparecer ante el otro, la realidad que el sujeto configura es siempre una fantasmatización de una supuesta realidad objetiva que se materializa a través del cuerpo.
En Herba, el cuerpo mismo aparece como en falta, destotalizado y desuniversalizado. La silueta, trazo de la desaparición, da cuenta de la incompletud inherente al cuerpo, de su fragmentación. La acción hace emerger un nuevo tipo de subjetividad que erosiona la concepción racionalista del sujeto monolítico, completo y entero, y propone como contrapartida un sujeto en falta, concentrado en un hacer-se constante. Un sujeto que sabe de su propia vulnerabilidad. El cuerpo, femenino en este caso, y el yo se juegan y se negocian por medio de la dialéctica entre ausencia/presencia, entre completud y falta. Si la aparición implica una agencia, una toma de presencia en el espacio físico y simbólico, la desaparición da cuenta de la precariedad de esa misma toma, ya que sus efectos, al no depender únicamente del sujeto que la perpetra, están siempre sujetos a lo incalculable.
En Herba, el concepto de aparición adquiere nuevos sentidos: como contrapunto de la desaparición, por un lado, pero también en referencia al componente fantasmático que se desprende de las imágenes.
La aparición, abordada a profundidad por Martin Seel,11 está presente en toda actividad estética. En el performance, por su condición de acontecimiento, se genera un presente particular en el que la idea tradicional de representación no tiene cabida. En su lugar se impone la presentación: la aparición hace de la obra de arte, de la intervención, algo idéntico a sí mismo. Ya Adorno en su Teoría estética, al abordar la cuestión de la imagen, afirmaba que "en tanto que aparición y no en tanto que copia, las obras de arte son imágenes".12 La aparición funciona aquí como elemento de ruptura con la tradición mimética del arte, basada en una dinámica representacional. En su lugar, la imagen se concibe como presentación, como aparición, como aquello que no existía previamente y cobra existencia. Dice también Adorno que si la aparición es lo resplandeciente, lo que nos estremece, la imagen es el intento paradójico de conjugar esto fugacísimo.13 Lo fugaz, lo momentáneo, queda fijado de manera especial en la acción. Y la documentación, que toma la forma de imagen, sería ese intento de atrapar el instante. La relectura de Herba está mediada por su resto (las fotografías) como intento de conjugar la fugacidad del acontecimiento. Para Adorno, al definirse como aparición, "el arte lleva insertada teleológicamente su propia negación".14 Lo que implica que el arte siempre deviene, se transforma o, como señalaría Adorno, es historia. Aunque en ningún momento él lo analiza en este sentido, parece claro que se introduce aquí, en el devenir, la noción de performatividad, de acto, de repetición: la aparición conlleva un hacerse en cada nueva aparición, un aparecer, cada vez, en formas diferentes, que terminaría por "negar" lo esencial de la aparición misma, de la acción misma, de la obra.
El aparecer me interesa sobre todo en cuanto compete a un cuerpo, cuestión que posee una especificidad muy concreta en el espacio de las prácticas performáticas. Aquello que no es necesariamente visible toma forma en el cuerpo, se encarna en él, aparece por medio de él.
En Herba, la ausencia/presencia es cuerpo, y a la vez el cuerpo queda definido a partir de esta oposición. El cuerpo siempre es performativo: por medio del acto, produce fuera de sí y se produce a sí mismo. El cuerpo, aquí, ha de verse como la encarnación de determinadas posibilidades históricas, que, en el análisis concreto de estas acciones, tienen que ver con la decadencia y con el final de la dictadura, y con los esfuerzos de los individuos y de los movimientos de resistencia antifranquista para materializar una apertura y una toma de presencia en el espacio público que implica siempre una toma de agencia.
El cuerpo de la esfera pública es masculino por excelencia. Su agencia es incuestionable y su identidad irreductible. El de la esfera privada es femenino e incompleto, sujeto siempre al devenir, y está despojado de agencia. Es, en cierto sentido, un cuerpo previo al sujeto político.
La imagen de Olga L. Pijoan, antes de desaparecer, afirma una presencia categórica. Se trata de un acto corporal que al hacerse público, al perpetrarse en un espacio social, y mediante el distanciamiento que deriva de su ímpetu estético, interviene en la cotidianeidad de ese mismo espacio y produce una transformación cuyos efectos son difíciles de predecir y de calcular. El cuerpo está ahí, la carne ocupa un volumen, se afirma una presencia en la calle, en una especie de solar baldío o callejón en el que crece la hierba que da título a la acción. La imagen muestra un espacio sin duda específico, un lugar apartado, en cierto sentido marginal, que parece estar fuera del recorrido habitual del ciudadano normativo. La presencia en él de una mujer podría resultar perturbadora, pues desafía las leyes del buen comportamiento femenino.
Leída en este sentido, la imagen que documenta la desaparición da cuenta de la problemática inherente a ese estar precario, y la silueta se convierte en evidencia y trazo de una prohibición simbólica. El tránsito de esta mujer, la presencia de este cuerpo, se ven bruscamente interrumpidos por un suceso que se oculta: el dibujo queda como evidencia de la transgresión de las normas del buen comportamiento femenino, y la desaparición es su consecuencia.
Al explorar la visibilidad/invisibilidad del cuerpo femenino, se apela a las condiciones sociales y políticas del momento, y al papel asignado a las mujeres en el interior de la arena pública. La fecha en la que Olga L. Pijoan realiza la acción, 1973, previa a la muerte del dictador, y los inicios de los años setenta en general, están marcados por una mayor visibilidad y un mayor acceso de las mujeres a aquellos espacios que tradicionalmente les habían sido vedados. La acción revela una voluntad de tomar esos espacios, de reafirmar la presencia del cuerpo silenciado y de su subjetividad.
Conviene tener en cuenta que la visibilidad de las mujeres en aquel momento se juega en diversos contextos. Por primera vez, un grupo bastante considerable de mujeres accede al ámbito artístico y vanguardista del momento. Es cierto que se trataba de un tipo de prácticas muy experimentales, que en aquel momento no tenían como correlato directo la profesionalización. De hecho, muchas de ellas nunca llegaron a "hacer carrera" como artistas después de esta etapa más experimental, y fueron pocas las que recibieron reconocimiento. Y aunque a pesar de que, mayoritariamente, las artistas afirman no haber sufrido ningún tipo de discriminación por cuestiones de género en el ámbito artístico del momento, en lo que se refiere a sus compañeros de trabajo, a la crítica y a los espacios donde se presentaban sus producciones, está claro que existen formas discriminatorias muy sutiles que a largo plazo dejan sentir sus efectos.
Veo en la acción de Olga L. Pijoan una afirmación de la presencia de mujeres artistas en el ámbito artístico del momento, que se materializa en situar el cuerpo ocupando un espacio, y que supone, al mismo tiempo, una apuesta por la experimentación con nuevos medios en general y por el arte de acción en particular.
En Herba, el cuerpo femenino y las problemáticas a él asociadas se negocian en la dicotomía entre ausencia y presencia.
En algunas propuestas de la artista cubana Ana Mendieta y en varias fotografías de la estadounidense Francesca Woodman aparecen huellas, marcas o siluetas en sustitución del cuerpo físico de la artista. Al igual que en Herba, en estas intervenciones puede identificarse algo relacionado con una especie de precariedad inherente a la presencia como sujeto del cuerpo femenino, como si ésta nunca estuviese garantizada, como si hubiera una tensión constante entre la voluntad de aparecer y el deseo de esconderse de alguien o algo: de desaparecer. En la huella, en la ausencia, se evidencian las implicaciones de la presencia.
Amelia Jones analiza la serie Siluetas (1973-1980) de Ana Mendieta, especialmente la forma en la que el cuerpo se ausenta paulatinamente. Señala que si bien los trabajos de Mendieta han sido conceptualizados mayormente como rituales corporales con ideas espirituales concernientes a la madre tierra, existen en ellos otros aspectos, que, en palabras de la autora, "rompen profundamente con el deseo moderno de presencia y transparencia de significados".15 Jones alude a la forma en que el cuerpo se presenta: en ese juego de ausencia/presencia, en la aparición/desaparición, se produce algo más que una relación con rituales ancestrales o con un componente fantasmático. La forma en que se presentan estos cuerpos difiere del modelo hegemónico de presentación corporal, en el que el cuerpo aparece como un ente completo y sin fisuras, seguro y confortable en su puesta en escena. Los cuerpos ausentes, por el contrario, son cuerpos incompletos, fragmentados, fragmentables y, sobre todo, cambiantes y abiertos a la transformación. Son cuerpos atravesados por la historia, por el género, por la raza, por la clase social. Cuerpos para ser reescritos.
De algún modo, los cuerpos del performance, de la acción, restituyen ese cuerpo carnal que da cuenta de que todo sujeto, toda subjetividad, es frágil y permanece siempre amenazada. El cuerpo como lugar al que uno/a está condenado remite a la vulnerabilidad inherente a todo cuerpo en su estatuto carnal, pero también al cuerpo como lugar en el que se vierte la ideología, la construcción de subjetividades, a veces utópicas, por medio de dar forma a esa carne mediante el mandato y la asunción de normativas que domestican al cuerpo y lo convierten en algo dócil.
Estos cuerpos que aparecen, que se presentan de otras formas, desafían la concepción del cuerpo utópico, despojado de carne, y con ello un modelo de sujeto, el que Amelia Jones identifica como sujeto moderno. Conceptualizar el cuerpo como el lugar en el que se juega la fragmentación de la identidad monolítica es un rasgo común que comparten muchas de las acciones corporales realizadas en las décadas de los años sesenta y setenta, y adquiere especial relevancia en las propuestas de muchas mujeres artistas.
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